Hace una década, si alguien se comportaba de forma egoísta en una relación, se decía claramente que era un ‘egoísta’. Hoy, lo más probable es que se escuche que esa persona tiene un ‘vínculo de evitación’ o que su conducta es una ‘respuesta al trauma del pasado’. La psicología parece explicarlo todo actualmente, pero existe un problema creciente: estamos patologizando la vida cotidiana.
La psicóloga Ángela Fernández lanzó recientemente un dardo al centro del debate: ‘No todo es trauma o apego ansioso; a veces es simplemente falta de educación’. Esta frase no es solo una opinión impopular; resume una preocupación creciente en la literatura científica sobre cómo la ‘cultura del trauma’ está desdibujando la frontera entre la patología y el carácter.
El concepto de ‘sobrepatologización’ no es nuevo, pero nunca había sido tan relevante. La literatura científica ya advertía sobre la tendencia a buscar una enfermedad detrás de cada acción inadecuada. Así, la psicología moderna corre el riesgo de convertir reacciones normales —como la tristeza tras una ruptura o el estrés laboral— en problemas médicos.
Este aumento de diagnósticos tiene un efecto secundario peligroso: banaliza los trastornos graves. Cuando llamamos ‘trauma’ a cualquier herida emocional, erosionamos la percepción de la resistencia humana y restamos importancia a quienes sufren un trastorno de estrés postraumático real.
En el ámbito clínico anglosajón se ha acuñado el término ‘Trauma Culture’. Publicaciones en Psychology Today alertan de que esta moda de buscar una explicación clínica para cada reacción emocional puede ser contraproducente. Lejos de ayudar, empuja a las personas hacia intervenciones terapéuticas inadecuadas, impidiendo procesos de duelo o aprendizaje que son, simplemente, parte de madurar.
Diferentes psicoterapeutas coinciden en que considerar cada conflicto de pareja como una ‘respuesta al trauma’ mezcla el estrés cotidiano con cuadros patológicos realmente complejos. Esto crea una generación de personas que se sienten ‘rotas’ por defecto, en lugar de entender que la frustración y el conflicto son inherentes a la interacción humana.
Uno de los puntos más polémicos de la crítica de Fernández es la mención a la ‘falta de educación’ o madurez. La bibliografía parece darle la razón: trabajos publicados en ScienceDirect sobre el ‘espectro egoísmo-altruismo’ sugieren que ciertas conductas dañinas no se explican por un sistema nervioso ‘desregulado’, sino por rasgos de personalidad como la falta de empatía o la manipulación. Rasgos inherentes a la persona que difícilmente pueden tratarse clínicamente.
Así aparecen rasgos psicopáticos subclínicos: personas sin enfermedad mental, pero con un interés excesivo por su propio bienestar. En estos casos, el diagnóstico clínico actúa como una ‘capa de invisibilidad’ que exime de responsabilidad personal a quien causa daño.
Si he tenido un mal comportamiento, puedo usar esta ‘capa de invisibilidad’ para eximirme de responsabilidad. Puedo culpar a mis padres o a mi pasado, como si fuera un ‘trauma de apego’. Pero la realidad es que, a menudo, se trata de patrones poco empáticos que deberían abordarse desde la ética y la educación, no desde el manual de psiquiatría.
Diferentes informes científicos apuntan a que estamos etiquetando variaciones normales de la conducta infantil como trastornos mentales. Lo que antes era un niño inquieto o con dificultades para seguir normas, hoy corre el riesgo de ser diagnosticado y medicado rápidamente.
Al convertir problemas de comportamiento en psicopatologías, perdemos la oportunidad de enseñar disciplina, límites y tolerancia a la frustración. Como señalan expertos, el uso extensivo de estas etiquetas aumenta la ansiedad y la medicalización, creando una dependencia del sistema de salud para problemas que, históricamente, se resolvían en el entorno social y familiar.
Las redes sociales han creado un mercado de ‘diagnósticos de bolsillo’ donde el egoísmo se disfraza de ‘autocuidado’ y la mala educación de ‘límite emocional’. Sin embargo, la psicología clínica insiste: para que algo sea un trastorno, debe existir un deterioro funcional significativo. Ser desconsiderado con los demás no convierte a una persona en paciente psiquiátrico; a veces, simplemente necesita madurar.
**REDACCIÓN FV MEDIOS**