Dos veces a la semana busco una experiencia catártica, un ritual que mantengo desde que, a principios de 2025, la WWE y Netflix iniciaron una colaboración millonaria: 500 millones de dólares anuales durante una década para emitir sus shows estrella a nivel global. Lejos quedan aquellas mañanas de fin de semana en *Cuatro* con La Bomba Batista, Rey Mysterio o Randy Orton, que marcaron la infancia de toda una generación. Gracias al *streaming*, la nostalgia impacta con más fuerza, permitiéndonos presenciar la gira de despedida de una leyenda: John Cena.
Pero más allá del viaje sentimental, mis sesiones semanales de *Raw* y *SmackDown* me han hecho ver algo: con un ring y un puñado de luchadores, la WWE activa la misma parte del cerebro que esperaba que el Universo Cinematográfico de Marvel (MCU) estimulara en los últimos años. La interconexión de arcos de personajes, los villanos aparentemente invencibles, los regresos heroicos inesperados y las alianzas de último minuto son elementos que Marvel perdió tras *Vengadores: Endgame* y que encuentro casi cada semana en la lucha libre. Solo se requiere suspender la incredulidad, impulsada por lo catártico de los golpes (coreografiados, no falsos) y la energía de un público entregado en un espectáculo que, además, se celebra en directo.
Puede sonar ridículo para quien lleva dos décadas alejado de este mundo, pero una vez dentro, es difícil no engancharse: combates milimétricos con una preparación física sobrehumana, historias con giros de telenovela donde la frontera entre realidad y ficción es tan delgada como una mala caída, y entradas cargadas de carisma como las de Penta o Roman Reigns.
Sin embargo, todo tiene su lado oscuro. Y, como suele ocurrir, ser mujer me sitúa —con mayor frecuencia— en una disyuntiva. El eterno debate de “separar la obra del autor” no evita el regusto amargo al querer ver una nueva película de Woody Allen o negarse a seguir leyendo a J.K. Rowling. La WWE es una fuente casi inagotable de polémicas, lo que dificulta trazar la línea y disfrutar, sin más, de un espectáculo de alta calidad con luchadores que lo dan todo en el cuadrilátero.
La empresa cargó por años con el legado de Vince McMahon y sus continuos escándalos. Con la llegada en 2022 de Paul Levesque —Triple H para los aficionados— como director de contenidos, se promovió una nueva era post-McMahon, estableciendo políticas de igualdad de género y alejándose de estereotipos raciales. Desde entonces, la presencia femenina ha crecido de manera indudable: el 40% de las superestrellas actuales son mujeres, frente al 35% del año anterior. No solo en número, sino en calidad, ofreciendo historias y combates que a menudo superan a los de sus colegas masculinos. Nombres como Rhea Ripley o Becky Lynch se han convertido en referentes y abren camino a las nuevas generaciones.
La combinación de la emisión global gracias a Netflix y el aumento de talentos femeninos ha sido clave para atraer a más público. De hecho, en el documental *WWE: Unreal*, el director creativo destacó: “Las mujeres de la WWE se han convertido en una parte integral de lo que hacemos. El 40% de nuestra audiencia es femenina. Cuando planeas el camino hacia *WrestleMania*, abordas la narrativa con ellas de la misma manera que con los hombres”.
No obstante, esta realidad se empaña continuamente. La figura de Triple H tampoco está libre de polémica. Su visita al Despacho Oval con Donald Trump para unirse al Consejo Presidencial de Deportes recordó los vínculos políticos de la empresa. Además, durante lo más crudo de la pandemia, la WWE fue una de las primeras actividades en reanudarse gracias a una exención en Florida, estado gobernado por republicanos.
Pero las mayores contradicciones afectan directamente a las mujeres. Mediante un acuerdo con Arabia Saudí iniciado en 2018, la WWE se sumó a la estrategia de *sportswashing* para blanquear la imagen del régimen. En los primeros eventos, la participación femenina estuvo totalmente prohibida, tanto en el ring como en las gradas. No fue hasta 2019 que se permitió competir a las luchadoras, siempre que vistieran trajes que cubrieran completamente sus cuerpos —una cláusula que sigue vigente en 2025, incluso con Netflix como socio de difusión—. Y la situación no parece cambiar: en 2027, *WrestleMania*, el evento más importante del año, abandonará por primera vez suelo estadounidense para celebrarse en Arabia Saudí.
Vivimos como espectadores en dos realidades paralelas. Durante esos eventos, debemos ponernos una venda para luego regresar a la ilusión de igualdad que pregona la empresa. Estamos entre dos aguas: mientras en la mayoría de los escenarios globales no se percibe desigualdad, los acuerdos comerciales revelan una cruda verdad: la igualdad es perfecta hasta que el dinero dicta lo contrario.
Y ojalá se limitara a Arabia Saudí. Pero la compañía acumula más motivos de controversia hacia las mujeres, demostrando que la sombra de McMahon persiste. A pesar de su dimisión tras ser acusado de tráfico sexual y coacción, su legado de sexualización y misoginia sigue presente. En pleno 2025, Triple H decidió traer de vuelta a Brock Lesnar —mencionado 44 veces en la demanda por tráfico sexual presentada por la ex empleada Janel Grant contra McMahon— y lo incluyó en la gira de despedida de John Cena. Aunque Lesnar había estado apartado dos años y se había prometido que no volvería hasta que se aclarara la situación, su regreso en *SummerSlam* fue aplaudido por 70.000 fanáticos en el MetLife Stadium, y ya figura en los promocionales de *WrestleMania 2026*.
Es justo reconocer que la situación de las luchadoras mejora: más puestos, mejor remunerados y mayor exposición. Los números no mienten, ni para ellas ni para el creciente público femenino. Sin embargo, la comodidad —o más bien su ausencia— es la cuestión clave. Según el medio especializado *Wrestling Observer*, una parte importante de la plantilla femenina mostró su disgusto por el regreso de Lesnar. Como espectadora, el problema reside en la responsabilidad que la dirección creativa de la WWE deposita sobre nuestros hombros. Lo que debería ser un entretenimiento catártico y liberador termina por alienar y, lo que es peor para la esencia del espectáculo, rompe la fantasía para conectarnos con las facetas más desagradables de la realidad.
**REDACCIÓN FV MEDIOS**