Europa lidera fabricación de bombas de calor pero su uso se frena por distorsión en precios de energía

Europa nunca había tenido tantas renovables en operación, fabricado tanta tecnología limpia ni hablado tanto de independencia energética. Sin embargo, cada invierno el ritual se repite: encender la calefacción sigue significando quemar gas importado. Esto ocurre no por falta de alternativas, sino porque en gran parte del continente calentarse con electricidad sigue siendo más caro que hacerlo con gas.

Un informe reciente de EMBER detalla cómo Europa perdió abruptamente el acceso al gas ruso barato y tuvo que sustituirlo por gas natural licuado mucho más caro en un mercado global volátil. El resultado fue un shock de precios sin precedentes: un sobrecoste acumulado de 930.000 millones de euros durante la crisis energética.

Lejos de ser un problema causado por la transición verde, el documento señala que el impacto se concentró en los sectores más dependientes de combustibles fósiles importados. Las industrias intensivas en energía redujeron producción y, en muchos casos, nunca regresaron a los niveles previos a la guerra de Ucrania.

Esta lectura coincide con la del investigador Jan Rosenow, quien rechaza que desmontar políticas climáticas abarataría la energía. El problema, sostiene, no fue ir demasiado rápido, sino haber retrasado la electrificación durante décadas y mantener al gas como pilar del sistema.

Según EMBER, las bombas de calor son una tecnología madura, eficiente y estratégica: producen entre dos y tres veces más calor que una caldera de gas por cada unidad de energía consumida. Incluso si esa electricidad procediera íntegramente de una central de gas, el ahorro neto de combustible existiría.

En la práctica, sin embargo, la ventaja tecnológica se diluye en la factura. En la mayoría de países de la UE, la electricidad cuesta entre 2 y 4 veces más que el gas para el consumidor final. La relación media electricidad-gas en la UE se sitúa en 2,85, y en algunos estados miembros supera el 4.

Los costes no energéticos —impuestos, peajes y recargos de políticas públicas— pueden representar hasta tres cuartas partes del precio final de la electricidad, mientras el gas mantiene una carga fiscal menor. El resultado es una distorsión evidente: la tecnología más eficiente aparece como cara y la más contaminante como asequible.

Para un hogar medio, esta anomalía tiene un efecto directo: al cambiar de sistema reduce el consumo energético, pero no siempre reduce la factura. Cuando eso ocurre, la adopción se frena. Los datos confirman que no es una cuestión cultural ni climática, sino económica.

En países como Países Bajos, donde la electricidad es solo ligeramente más cara que el gas, las ventas de bombas de calor se disparan. En cambio, en Alemania, Polonia o Hungría —donde la electricidad puede costar más del triple que el gas—, la adopción es mucho menor.

Las soluciones existen y muchas son de aplicación inmediata: trasladar los costes de políticas de la electricidad a los presupuestos públicos, reducir el IVA eléctrico, gravar de forma más coherente el gas fósil o implantar tarifas específicas para bombas de calor. A partir de ahí, el despliegue tecnológico ya no es una promesa, sino una realidad.

Europa lidera la industria mundial de bombas de calor, con fabricantes como Bosch, Vaillant, NIBE o Danfoss, y con proyectos industriales que operan a gran escala. No se trata de prototipos ni pilotos, sino de infraestructura en funcionamiento.

Esto no elimina todos los obstáculos. Europa sigue necesitando gas para estabilizar su red eléctrica. Las infraestructuras están tensionadas, la flexibilidad del sistema es insuficiente y cualquier invierno frío puede volver a disparar los precios.

A ello se suman fricciones físicas de la transición. La expansión masiva de la eólica marina en el Mar del Norte genera conflictos inéditos entre países por el llamado “efecto estela”, que reduce la producción de parques vecinos. La electrificación no es solo cuestión de voluntad política, sino también de coordinación técnica y planificación supranacional.

Europa ya tiene la tecnología, la industria y los objetivos climáticos. Lo que aún no ha corregido es una anomalía básica: penalizar fiscalmente la electricidad mientras subvenciona de facto el gas fósil. Mientras esa distorsión persista, las bombas de calor seguirán avanzando más despacio de lo que permitirían los datos, la ingeniería y el sentido común económico.

Como concluye el informe de EMBER, electrificar la calefacción no es un capricho verde, sino una estrategia de seguridad energética, competitividad industrial y estabilidad de precios. La transición no se juega en inventar nuevas máquinas, sino en decidir qué energía se abarata y cuál se deja atrás. Y hoy, en Europa, esa decisión sigue reflejándose con toda claridad en la factura.

**REDACCIÓN FV MEDIOS**

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