Si la pregunta es para qué robaron las joyas de Napoleón en el Louvre, la respuesta es sencilla: para romperlas en mil pedazos

Miguel Jorge
Miguel Jorge

Difícilmente has podido escapar a la noticia del fin de semana. Ocurrió cuando la mañana de París todavía no había adquirido el pulso del turismo. Entonces, una cuadrilla de cuatro hombres trepó por la fachada del Louvre como si no existiera el principio mismo de disuasión. Todo resultó sorprendente: no hubo nocturnidad, ni disfraz de ingenio tecnológico, ni huida en un laberinto interior. Así, en los siete minutos que los humanos tardamos en tomarnos un café, el grupo arrancó del corazón del museo los restos más sensibles del linaje imperial francés. 
El museo más vigilado del mundo podía ser atravesado como si fuera un decorado.
El golpe material. Contaba en un detallado reportaje esta mañana Le Monde que el comando llegó por el lado del Sena aprovechando las escaleras de unas mudanzas. Forzaron una porte-fenêtre hacia la Galerie d’Apollon (la sala que condensa la mitología de soberanía estatal: joyaux de la Couronne, herencias napoleónicas, diademas y colliers que concentran continuidad de poder) y rompieron en segundos dos vitrinas de alta seguridad, recogiendo ocho piezas de valor patrimonial “imposibles” a cualquier mercado. 
La operación duró alrededor de siete minutos. La huída se hizo por el mismo eje vertical con apoyo de dos motos. Con las prisas, los cacos dejaron caer la corona de Eugénie, luego recuperada (y dañada).

Qué se llevaron y qué no. El robo afectó piezas del corpus Marie-Amélie/Hortense (entre ellas colliers de zafiros, pendientes y tiaras) y joyas ligadas a Marie-Louise. Eso sí, no lograron extraer el diamant-régent (uno de los tres diamantes canónicos de Francia) ni, como decíamos, conservar la corona de Eugénie en la fuga. 
Lo robado es, en sentido estricto, invendible como objeto patrimonial íntegro, pero el desmantelamiento de las piezas (oro, diamantes, zafiros por separado) elimina toda su capa cultural y biográfica, que es donde reside realmente lo irreparable.

Fallo estructural. Cuentan los medios nacionales que la clave del robo no fue la astucia de los ladrones, sino más bien la previsibilidad interna en el museo: cinco agentes para una sala mal acondicionada, un relevo entre guardas que reduce a cuatro el personal en la franja exacta en que el golpe se ejecutó, una arquitectura de seguridad cuya modernización ha sido pospuesta, y una priorización institucional que ha blindado obras como la Joconde pero descompensado la periferia patrimonial aledaña. 
De hecho, la reacción sindical y de plantilla en el pasado (abucheos a la dirección, exigencia de auditorías independientes, denuncia de años de alertas no atendidas) indica, según los medios franceses, que el fallo no solo era gordo, era conocido y nunca se corrigió.
Respuestas políticas. Qué duda cabe, el asalto detonó una respuesta inmediata de Macron, del Ministerio de Interior y de la Magistratura, con la afirmación casi unánime de que los autores iban a ser capturados y las piezas recuperadas. 
Por su parte, la oposición hizo hincapié en que el episodio se produce en un marco de decadencia estatal: si el Louvre (símbolo de la nación) es permeable en horario de apertura, la grieta es mucho más que museística. Dicho de otra forma, desde ese prisma, la humillación pública operaría en dos planos: exterior (imagen de Francia) e interior (deslegitimación de la cadena de mando sobre el patrimonio).

Lógica criminal. Lo decíamos al inicio. Las piezas, en bloque, difícilmente van a circular. Su potencia económica radica más bien en su deconstrucción. El incentivo más que probable no es el coleccionismo privado convencional (también van a resultar imposibles de exhibir) sino la provisión a demanda (por ejemplo, a través de contratantes) o el despiece a granel de los tesoros sustraídos. Dicho de otra forma, romper las piezas en mil pedazos para, una vez descompuestas, venderlas sin la “marca de agua”.
Según Le Monde, los patrones recientes (los robos de Cognacq-Jay, el Muséum d’Histoire naturelle, o el de Limoges) muestran un sistema de profesionalización criminal con una logística muy parecida: irrupción rápida, extracción de las joyas, salida fugaz y, en ocasiones, encargos externos ya programados antes del robo. 
Precedentes. Francia, además, conoce robos célebres (1911 la Joconde, 1976 la espada de Charles X, 1998 el Corot) pero el salto cualitativo ahora reside en la desactivación práctica del tabú Louvre, y encima en horario de visita.
El museo fue clausurado para preservar las pruebas y la instrucción penal está abierta centrándose en el trazado que se llevó a cabo en la huida, los equipos abandonados, los perímetros y las cámaras. De hecho, la hipótesis del encargo extranjero no se descarta, y tampoco la actuación de una célula entrenada en patrones “de teatro urbano de alta densidad”.

Estado de la caza. De lo que se sabe hasta ahora, la investigación se centra en cuatro autores, las motos y las rutas ya mapeadas, con cámaras analizadas y material forense en curso. Además, se recuperó la pieza dañada comentada, pero ocho siguen desaparecidas.
Plus: recordaba el diario The Guardian que la probabilidad de recuperación intacta decrece con el paso del tiempo porque el incentivo de un ladrón de estas características es, a priori, desensamblar, volatilizar y recombinar las piezas. Una cosa sí está clara: la pérdida cultural es absoluta si se ensamblan los componentes en otro elemento o si simplemente se funde el metal y se vende por otros canales.

Lo que revela el robo. En lo que todos los medios franceses están de acuerdo es en que  implosión reputacional obliga ahora a acelerar lo que años de advertencias internas no movieron: un blindaje integral al museo, redistribución de personal por riesgo real y no por tradición, el cierre de ventanas logísticas asociadas a obra civil, y una redefinición del perímetro de seguridad por capas, no solo por “reconocimiento” (con la Joconde-Gioconda como ejemplo perfecto). La única “ventaja” de un robo en horario abierto con proyección simbólica global es que hace incontestable políticamente volver al statu quo anterior.
Si se quiere también, el episodio, más que señalar un nuevo “robo del siglo”, apunta a un problema más profundo. Esa huida en siete minutos no midió la capacidad de los ladrones, sino el tiempo exacto en que el Estado dejó abierta la posibilidad de que el mayor museo del mundo pudiese ser tratado como la entrada a un baño cualquiera en pleno servicio público.
Imagen | Tore Sætre, Alexandre-Gabriel Lemonnier
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